A principios del siglo XVI, Miguel Ángel era ya famoso, en Roma y Florencia, como un joven artista capaz de realizar obras excepcionales. De hecho ya había esculpido la Piedad, y el David a la edad de tan solo 23 años. Después de su primera estancia en Roma y la serie de obras florentinas, su fama estaba en lo más alto, como confirma Vasari que, en su obra Vite, escribe: “tanta era la fama de Miguel Ángel por sus obras La Piedad, el Gigante de Florencia, que el Papa Julio II decidió encargarle la construcción de su propia sepultura”.

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El encargo de trabajar en la tumba de Julio II, que nunca la verá terminada porque morirá en 1513, se le asigna a Miguel Ángel en 1505. Mientras tanto, Miguel Ángel pintará la bóveda de la Capilla Sixtina (1508-1512) encargo siempre de Julio II (fallecido en 1513), realizará las maravillosas tumbas de los Medici (una poderosa e influyente familia del Renacimiento en Florencia) y atenderá a los trabajos de la nueva sacristía de San Lorenzo en Florencia (1520-1534), además de pintar el Juicio Final en la Capilla Sixtina (1535-1541). Sin embargo, el diseño final de la tumba de Julio II, fue modificado respecto al original: de la idea de un gigantesco mausoleo que debería contener más de cuarenta estatuas, se llegó después de seis proyectos diferentes, a elegir un monumento parietal con siete estatuas, solo tres de las cuales pertenecen a la mano del artista de Arezzo.

Él vivió el encargo de este trabajo con gran ansia y presión psicológica, tanto como para definirlo una “tragedia”: las maledicencias, las envidias y las acusaciones que el entorno romano lanzó durante todos los años de trabajo le costaron caro en términos morales y psicofísicos.

Aunque redimensionada, la sepultura papal mantiene una linealidad compositiva notable y, aunque con el tiempo ha sido fuertemente criticada por no parecer digna para un Papa, confirma la excelencia de Miguel Ángel. Hoy se confirma como una de las obras clave para entender no sólo la obra del gran artista de Arezzo, si no todo el arte del Siglo XVI: un periodo artístico fuertemente ligado a las vicisitudes políticas y religiosas de la transición de la reforma a la contrarreforma del Concilio de Trento.

Uno de los elementos que contribuye sustancialmente a la unificación de toda la obra es sin duda el Moisés, tanto que se convierte en sinónimo de esa sepultura, que debía haber solo decorado. Los trabajos en la estatua comenzaron en 1514, con el segundo diseño de la tumba papal, que había sido completado el año anterior. En el diseño definitivo, la estatua fue colocada en el centro del orden inferior del monumento, aunque originariamente debería haber sido colocada en posición sobre elevada.

Mucho se ha dicho y escrito sobre esta obra maestra. Historias, testimonios, análisis y leyendas se superponen y contribuyen para que sea uno de los trabajos más ricos en significado entre todas las obras de Miguel Ángel. Hablar de ello significa no sólo darle una descripción formal, sino también retroceder a siglos de contribuciones críticas que se superponen, se refuerzan y se contradicen una con otra. Para empezar, podemos decir que el Moisés de Miguel Ángel, sin duda no es el Moisés bíblico que, según el Antiguo Testamento, tenía un carácter colérico y lanzó al suelo las Tablas de la Ley recién recibidas de Dios, después de ver a los hebreos que, cansados de esperarlo, habían empezado a adorar un becerro de oro.

Según Freud, que permaneció asombrado por la estatua, el Moisés de mármol es un hombre dividido entre impetuosidad y firmeza interior, seguramente no dominado por la ira. De hecho, la ira fue ganada por la firmeza y produce una actitud de dolor mezclado con desprecio. Pero las interpretaciones pueden ser muchas y la de Freud parece, a pesar de todo, condicionada por alguna deformación profesional.

En cualquier caso, la fuerza de su expresión es tal que, según Vasari, muchos hebreos romanos abarrotaban la basílica para admirarlo, a pesar de que se tratase de un lugar de culto católico. La barba espesa y maravillosamente tallada en mármol, la mirada severa y vigorosa, las manos grandes que recuerdan a las del David florentino y, sobre todo, la torsión del cuerpo: Moisés aparece atrapado en el instante inmediatamente después de un impulso que lo distrajo de una profunda reflexión. Parece a punto de ponerse en pie, creando una sensación de reverencia y de temor hacia la obra de arte en sí, más que el personaje bíblico.

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Sin embargo, los cuernos que tanto intrigan a los que se acercan por primera vez la estatua, y que parecen inexplicables, son en realidad parte de la tradicional iconografía que acompaña a la representación de Moisés y que se originan en la traducción del texto de San Jerónimo del Éxodo. Originalmente, de hecho, el texto bíblico describe a Moisés envuelto en rayos de luz después de recibir las Tablas de la Ley: la sucesiva traducción interpretó la palabra karan (destello o iluminación) por keren (cuernos).

El hecho de que esta característica fuese una costumbre repetidamente utilizada en el tiempo de Miguel Ángel queda confirmado por una interpretación de Condivi: “tiene, como se dice normalmente, los dos cuernos en la cabeza, cerca de la parte superior de la frente”.

Se dice que Miguel Ángel, después de haber terminado el trabajo, en un momento de contemplación y de momentánea enajenación (algo que Kant, dos siglos después, habría definido sublime), gritó a la estatua: “¿Por qué no hablas?”, dándole un martillazo en la rodilla.

Aunque hay mucha duda sobre la veracidad de esta anécdota (parece una solemne exaltación del genio de tipo romántico para parecer verosímil), el gran realismo de la obra, unido al sentido de reverencia solemne del cual hemos hablado, da a entender las razones de ese acto legendario.